viernes, 2 de julio de 2010

¡Camarada!

Cuando desperté, estaba acostado boca arriba en una superficie fría y todo me dolía.

Poco a poco comencé a ubicarme, era una pequeña habitación de 2 mts por 1 y medio cuando mucho, proyectada desde la pared salía la plancha de cemento donde había pasado ¿la noche?, y enrollada en el piso, había una delgada colchoneta de goma espuma, por alguna razón no la había utilizado y me había quedado dormido en el cemento desnudo.

Si era de día o de noche, lo ignoraba, lo que si era seguro es que estaba prisionero y la pequeña habitación era un calabozo (un tigrito les decían), en un extremo tenía una puerta de barrotes que daba a un mal iluminado y sucio pasillo.

Siempre supe que aquel pasillo me esperaba pacientemente, que tarde o temprano sería su invitado y que esa habitación sórdida y triste, en algún rincón, tenía mi nombre escrito. Pues allí estaba, adolorido por lo golpes, y pensando extrañamente en la suavidad de mi cama y en la tibieza de mi cobija. Y en la novia, con quien tenía que encontrarme después de la reunión a la que nunca llegué. Me levanté poco a poco, la zona de los riñones y las costillas me ardían y me latían al ritmo de oleadas de dolor, cuando caí al suelo hecho un ovillo me patearon varias veces antes de arrojarme al calabozo.

El ruido que hice al levantarme puso en guardia al preso que estaba en el tigrito del lado derecho, al parecer los otros estaban vacíos, una voz juvenil y alegre me dice -¡Camarada!, ¡Camarada! ¿Estás bien?... ¡Camarada¡ ¿cómo estas?

Yo no tenía ningún apuro en responder, apenas si estaba asimilando esa realidad de estar otra vez encerrado, anónimo, solo, rodeado de enemigos. Como si lo conociera de toda la vida, le contesto a la voz juvenil, que estoy bien, que me había quedado dormido, que qué hora era, que si había visto cuando me trajeron.

Así iniciamos un diálogo que nunca olvidaré, duro casi un día, con las lógicas interrupciones que causaban lo esbirros cuando me iban a buscar para interrogarme y golpearme o para tomarme fotografías.

Extrañamente a mi vecino no lo molestaron, pero no hacía falta, el tenía cosa de una semana en aquel sitio y las golpizas habían sido tremendas, me contó que escupía sangre, que tenía mucha fiebre y que le dolía el pecho y la barriga, era un muchacho como de 20 años me parecía, yo era algo mayor, y durante el poco tiempo que durmió mientras estuve con él, lloraba en sueños, los dolores estremecían su cuerpo dormido. 

Se llamaba “Pelusa”, era dirigente estudiantil, de una universidad del interior, lo atraparon entrando a una reunión como a mí. Ambos pertenecíamos respectivamente a dos de los movimientos ilegales mas perseguidos de la época. A mi compañero le dolía todo el cuerpo y hacía esfuerzos para hablar. Yo estaba exhausto necesitaba descansar, acomodé la colchoneta y como un viejito me fui acostando lenta, muy lentamente sobre ella…

Cuando volví a despertar Pelusa me ofreció ¡ cigarrillos !

Al parecer había dormido algunas horas y en ese tiempo habían llegado otros detenidos y esos genios habían logrado colar los cigarrillos, los nuevos no estaban en tigritos sino que los habían colocado al final del largo pasillo, en una celda donde cabían varias personas y desde allí le habían arrojado a Pelusa un cigarrillo encendido que compartió conmigo, solo nos separaba el grosor de la pared y hasta podíamos darnos las manos sacándolas por las rejas.

Yo suponía que era de noche, por la falta de movimiento, por el silencio exterior y por la temperatura que era un poquito fría, me recosté con mi cigarrillo y en la penumbra pude ver que mi tigrito estaba plagado de pequeños textos, escritos por mil manos diferentes, por decenas y decenas de compañeros que habían pasado por allí antes que yo, la mayoría eran poemas, versos de protesta social, de contenido revolucionario, todos tenían la fecha, pero ninguno los nombres de quienes lo habían escrito, había muchos poemas de amor, se los leía a Pelusa, pues su tigrito parecía que no había venido con ese servicio de biblioteca.

El me contestaba con poemas que su memoria atesoraba, era fanático de Neruda y su Farewell, de los 20 poemas de amor y de los versos del Capitán, yo le canté bajito algunas canciones y charlamos de muchachas -el estaba muy enamorado, y yo también-, de lugares conocidos, descubrí que también le gustaban los cuentos de ciencia ficción, hablamos y hablamos como viejos amigos. Por supuesto, que también comentamos acerca del cambio que soñábamos, de la Patria que anhelábamos plena de justicia y libertad como una Canción de Alí Primera. Pelusa era dulce y valiente, a pesar de su sufrimiento no le escuche ninguna frase de odio ni de venganza, lo que si es que estaba contento y orgulloso por que no les confesó nada “a los maricos esos” -y yo tampoco-.

Estuvimos hablando bajito, pegados de la reja durante toda la noche. En parte lo hacía porque mi vecino se sentía muy mal y su buen ánimo no podía disimular el malestar que sentía. El último cigarro que nos lanzaron los nuevos desde su lejana celda, Pelusa no lo pudo fumar, le ardía demasiado el pecho cuando inhalaba el humo, entonces comenzó a quejarse, Me dijo ¡Camarada ahora si me siento mal! Y de inmediato pude ver el pozo fétido de sangre y jugos gástricos que acababa de vomitar mi compañero.

Rápido me quite uno de los zapatos y con el comencé a golpear furiosamente las rejas, exigiendo a gritos un médico de inmediato, los nuevos que estaban lejos comenzaron a hacer lo mismo, Pelusa no respondía a los llamados que le hacía y al instante llegó una jauría de policías con palos y fusiles queriendo silenciarnos, no nos callamos, a pesar de que nos golpeaban metiendo los palos y las culatas por entre los barrotes, al poco tiempo el ruido era insoportable y llegó un comisario, que al asomarse al tigrito de Pelusa de inmediato mandó a llamar a un médico, el cual vino enseguida, abrieron la puerta de Pelusa y entre varios policías lo sacaron, al parecer mas muerto que vivo.

Fue la única vez que lo pude ver, por entre los cuerpos de los policías pude entrever dificultosamente a mi compañero, un joven y delgado muchacho de cabello largo, con toda la camisa manchada en sangre, que era llevado en volandas por sus asesinos. Nunca supe el nombre de Pelusa, nunca supe nada cierto de él.

Una vez un compañero me habló de un muchacho que habían matado. En aquellos tiempos no era muy extraño eso. Probablemente era él. El joven compañero que me pasaba cigarrillos en aquel pasillo oscuro. 

Ahora, cuando esa palabra -Camarada- terminó convertida en muletilla para uso de los viles, en lugar común de mediocres, en sustantivo manoseado por canallas y corruptos.
Ahora que eso ocurre, recuerdo, ofendido y triste, aquel joven, dulce y valiente que amaba a su pueblo, a su Patria, a su novia y a la poesía de Neruda.

El sí fue mi Camarada, estos, jamás lo serán.

 Alfonso M. 10-06-2010

1 comentario:

  1. "ese servicio de biblioteca" de esta narración la cual es muy descarnada es muy buena. Es uno de los estilos más difícil de hacer porque es directa y sincera. Es una de las narraciones que invito a leer.

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